Echar de casa a un hijo gay es echarlo a la perdición

Hace tiempo conocí el caso de un joven homosexual que fue echado de su casa. Este muchacho, en su adolescencia, era alguien serio, no se involucraba en escándalos, acudía a misa y de vez en cuando participaba en otras actividades de la Iglesia.

Durante un viaje académico, se enamoró de otro hombre, al cual llamaba “el amor de su vida”. Decía que por primera vez en su vida se sentía feliz. Regresó a México y su relación amorosa se acabó. Sin embargo, comenzó un nuevo amorío con otro hombre, al cual también llamó “el amor de su vida”.

Sus padres en ese momento no sabían nada sobre su sexualidad. Él le contó a un amigo suyo sobre sus intenciones de “salir del clóset” y comenzar a llevar una vida como los gays liberales. Su amigo le recomendó no hacerlo, que permanecer en castidad era lo mejor, pero que, si de plano no quería contenerse, al menos se cuidara de las enfermedades.

El joven no hizo caso de las recomendaciones de su amigo. Habló con sus padres, una pareja conservadora, católica, pero con más preocupación por el “qué dirá la gente” que por el alma de su hijo. Sus padres lo echaron de la casa.

Despechado con sus padres, y además hasta enojado con la Iglesia, el joven abrazó la agenda LGBT y comenzó a llevar una vida sexual desenfrenada. En este caos, se contagió de VIH, y con menos de 30 años, lucha por su vida en el hospital, por complicaciones debido al SIDA.

El caso anterior me puso a reflexionar sobre qué hubiera hecho yo si estuviera en lugar de los padres de aquel pobre joven. Sin duda alguna, los padres tienen una buena parte de la culpa de la situación actual del muchacho. Haberlo echado de la casa no hizo otra cosa que empeorar una situación que ya de por sí estaba mal.

Es una tragedia que en casos así los padres piensen más en su propia imagen, en lo que dirá la sociedad. Echar al hijo de la casa es empujarlo a la perdición. Una ruptura así anula toda posibilidad de hablar con el hijo en el futuro y hacerlo volver al buen camino. El hijo, creyendo que sus padres lo rechazaron motivados por la religión, desarrolla una aversión a la Iglesia y a Dios mismo. De no ser que responda al llamado de Dios, lo más probable es que se arroje a la perdición para siempre.

Al mantener el hijo en casa, hay posibilidad de diálogo, de reconstruir los lazos filiales y poco a poco convencer al hijo de volver al buen camino.

Con lo anterior no quiero decir que los padres deben ser unos alcahuetes, que aprueben los pecados de su hijo y le aplaudan sus noviazgos. Eso sería un pecado muy grave. Lo que quiero decir es que la prudencia debe ser la guía para afrontar la situación y procurar la salvación del hijo.

Para llegar a ese punto donde un joven de familia católica está llevando una vida de fornicación y tenga deseos de salir del clóset, los padres debieron haber cometido múltiples errores durante la crianza.

Por ejemplo: yo veo mi caso. Tengo atracción al mismo sexo, vengo de una familia católica de valores muy conservadores. Si bien reconozco que mis padres no son perfectos, y soy consciente del papel de los padres en la génesis de la AMS, tuve la fortuna de que al menos recibí de mis papás y hermanos mayores los fundamentos más elementales de la fe.

Sabiendo que nuestro Padre Dios procura nuestro bien en todo lo que nos manda y nos evita grandes males con todo lo que nos prohíbe, yo tomé la resolución de nunca en la vida tener relaciones con hombres, y es lo mejor que puede elegir.

Incluso durante la adolescencia, cuando más mala relación llevé con mi familia, y cuando llegué hasta a cuestionar mi fe, el Espíritu Santo me sostuvo.

Yo nunca he hablado de forma frontal con mis padres sobre mi AMS, ni pienso hacerlo, porque sé que ellos no son tontos y seguramente ya lo saben. Lo anterior lo deduje de algunas conversaciones donde mi madre me decía que ella no echaría a un hijo homosexual de la casa, que sólo le pediría tener decencia y darse a respetar.

Salir del clóset es mucho más que simplemente informar sobre tu condición. El hacerlo lleva un mensaje implícito: “quiero que me aprueben y aplaudan los malos actos que voy a cometer, y que me den un trato especial, o de lo contrario, los llamaré intolerantes homofóbicos”.

Para mí, sería una ofensa que mis hermanos y amigos apoyaran al lobby LGBT para tratar de quedar bien conmigo. He visto mensajes similares a este: “yo apoyo al movimiento LGBT porque tengo un hermano/amigo gay, lo amo y quiero verlo libre y feliz”. ¡Qué vergüenza me daría que me asociaran con un moviendo cuyos valores don radicalmente opuestos a la sana moral!

Pero esta situación conmigo se debe a que se hizo bien al menos lo más elemental en la crianza y a qué se me enseñó al menos lo más esencial de la sana doctrina cristiana. Si un joven, como el que presenté al inicio de esta reflexión, está pensando en salir del clóset y entregarse a una vida sexual liberal, es porque desde la crianza se cometieron varios errores y no se logró formarlo como cristiano con bases firmes.

En la actualidad, los padres se preocupan por trabajar mucho para que nada material les falte a los hijos, pero muchas veces se olvidan de darles lo más importante: tiempo de calidad con ellos.

Es indispensable que haya convivencia diaria entre padres e hijos, que haya “amistad” entre ellos, esto es, una conexión emocional que dé a los hijos la confianza para hablar con sus padres sobre sus deseos, tristezas y alegrías.

Es muy triste ver familias donde los hijos se van a la escuela sin ver a su papá, regresan y sus padres siguen en el trabajo, ni siquiera comen juntos. En la tarde, los hijos hacen sus deberes escolares y salen de la casa, ya sea con amigos o a clases de música, inglés, etc., y cuando regresan ven a sus padres unos cuantos minutos, o ni siquiera los ven. Viviendo en la misma casa, no hay convivencia familiar.

Llevando una relación así con los hijos, es imposible educarlos en la fe. El mundo le enseñará al joven muchas cosas, pero casi siempre, malas cosas.

Hay otras familias donde sí hay convivencia entre padres e hijos, pero no existe esa conexión emocional de la que anteriormente hablamos. Hay padres que creen que su tarea es ser jefes y amos de sus hijos, pero no ser amigos de ellos. En los peores casos, hay violencia, física o psicológica. Sin confianza y sin comunicación, la fe no se transmite, y si el hijo ve a los padres con miedo, ¿cómo podrá ver como Padre amoroso a Dios?

Si un muchacho llegó al punto de querer salir del clóset, en la mayoría de los casos, es porque los puntos anteriores fallaron, a menos que se trate de esa minoría de casos donde el hijo es un verdadero rebelde.

Ante todo, lo más importante es prevenir esta terrible situación. No obstante, si llega el caso en que el hijo sale del clóset con su familia, ya no se puede corregir el pasado, pero sí se puede tratar de enderezar el camino hacia el futuro.

Yo aconsejaría dar al hijo una respuesta similar a esta: “hijo, no podemos decirte que recibimos con alegría esta noticia, nosotros desearíamos para ti una vida santa, pero no queremos que este choque entre tus deseos y los nuestros nos vayan a distanciar; desde ahora, estaremos aquí para ti, y juntos, con la ayuda de Dios, vamos a acompañarte”, y después comenzar a buscar la forma de acercarlo a Dios.

Cada caso es diferente y no podría dar una “receta” universal. Corresponde a los padres ponerse a analizar qué es lo que se hizo mal, para enmendarlo. Esto puede llevar un buen tiempo.

Los padres deben acercarse a Dios, ser cristianos ejemplares, aspirar a ser santos. Quizá algunos me digan: “es que sí somos buenos cristianos, vamos a misa y hasta somos provida”, pero les respondo que nunca somos lo suficientemente santos y buenos cristianos, no debemos caer en el error de pensar que ya somos buenos, siempre hay cosas que mejorar.

Vivir en una familia santa hace que uno se acerque a Dios, y eso es lo que buscamos para su hijo homosexual. Así fue mi conversión después de la adolescencia. Por cuestiones del estudio, tuve que vivir fuera de mi ciudad, con otra familia, pero era una familia santa. No era un caso donde se me estuviera diciendo “tienes que ir a la Iglesia” y nada más, sino que el hecho de ver a la familia feliz, sentir armonía, estar en sus conversaciones siempre agradables y ver su fervor religioso, me fue contagiando.

Mis parientes decían: “un santo nunca se hace santo solo, siempre hace que haya santos a su alrededor”, y verdaderamente es así. Las palabras convencen el cerebro, pero el buen ejemplo mueve el corazón.

Si lo que ustedes desean es que su hijo homosexual se convierta y sea santo, lo mejor es tenerlo cerca para poder lograrlo. Lo más importante es la salvación de su hijo, no lo que dirá la sociedad.

Lograr el objetivo no será tarea fácil. Habrá que ser ingeniosos y estar constantemente reevaluando el plan de acción. El resultado tampoco será rápido, puede tomar años, pero hay que ser perseverantes como Santa Mónica cuando rezaba por la conversión de su hijo San Agustín.

Dice la Palabra de Dios en Hechos 16, 31: “Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia”. Confía en esa promesa y pon a tu familiar en manos de Dios. Si el hombre abre su corazón, Dios podrá cambiarlo.

 

Con cariño,

Adolfo Castillón

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