El poder del perdón

 El pecado es algo que a todos nosotros nos alcanza. Nadie puede clamar que no tiene pecado, pues dice San Juan: "Si decimos: «No tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros." (1 Jn 1,8) Y en efecto, yo no puedo pretender estar libre de pecado, porque de hecho soy pecador y quizás más pecador que muchos de los que ahora me leen. Si hay algo de lo que puedo sentirme agradecido es de la misericordia que Dios ha tenido conmigo, y por eso he decidido contarles mi historia de perdón por parte de Dios.

Fui criado en una familia cristiana promedio. Desde niño, todos los domingos al mediodía íbamos a Misa, sin falta; a menudo rezábamos el Rosario, pues desde que tenía unos 6 años ya me sabía las letanías; fui al catecismo y recibí los sacramentos de la Eucaristía y la Confirmación según las normas de la Diócesis. En pocas palabras, crecí cumpliendo con las prácticas espirituales externas mínimas que un cristiano debe cumplir. Sin embargo, el cumplimiento no es garantía de que la fe no se verá amenazada en algún momento.

Como la mayoría de estudiantes de escuela pública de México, se me enseñó la leyenda negra sobre la Iglesia católica, escuché repetidamente a los profesores decir que la Iglesia es enemiga del progreso, discriminadora de homosexuales y mujeres, enemiga de la ciencia, etc. También escuché ataques a la fe como que "La Iglesia te adoctrina diciendo que Dios creó todo pero la ciencia descubrió que no fue así, pues el universo surgió del Big Bang", o como "la Biblia dice que Dios creó al hombre pero la ciencia dice que fue la evolución la que nos creó".

Ninguno de esos ataques fue suficiente para borrar mi fe. Cuando escuchaba un argumento contra Dios, y este me parecía muy certero, pensaba: "ahora no lo puedo rebatir, pero seguramente la Iglesia tiene la respuesta y en el futuro yo la tendré también". Sin embargo, aunque los ataques no extinguieron mi fe, sí sembraron la semilla de la duda.

Llegó mi adolescencia,y con ella, la crisis que todos pasamos en esa etapa. Tuve mi pubertad a los 13 años, y si bien desde mucho antes yo ya sabía que tenía atracción al mismo sexo (AMS), en esa etapa surgió la parte puramente sexual. Me enamoré de mi mejor amigo de la secundaria. Después descubrí la masturbación y se volvió una práctica frecuente. Vino luego la crisis emocional del adolescente: sentía que no era comprendido, que no encajaba en la sociedad, que en mi familia no se me daba la atención suficiente, etc.

La crisis empeoró cuando entré a la preparatoria y me separé de mi mejor amigo. Me sentía solo, no tenía nadie que fuera mi confidente y que me entendiera. También vino un grave problema de autoestima. En ese tiempo, mis compañeros varones parecían llevar un desarrollo físico más avanzado que yo; mientras muchos de ellos ya tenían rasgos de adulto, yo seguía con complexión física de puberto (en otra entrada hablaré de la autoestima). 

Todo se juntó y se volvió muy pesado. Con un futuro incierto y con los problemas antes narrados, recuerdo que había noches en las que lloraba por horas, y le pedía a Dios que si esto era la vida, mejor me la quitara, pues no creía que valiera la pena seguirla.

El estudio se volvió mi refugio. Mientras estaba aprendiendo cosas nuevas, no dejaba espacio para pensar en las cosas malas. Recuerdo que las vacaciones de 2 meses 2 veces al año eran lo peor, pues en ellas no había distractores que me salvaran de pensar en lo mala que era mi vida. Me sentía abandonado de Dios.

Durante la preparatoria ocurrió otro acontecimiento: descubrí la pornografía. Ya he mencionado que desde antes tenía el vicio solitario de la masturbación, pero descubrir la pornografía fue para ese vicio como rociarle gasolina a una fogata. Había noches que era imparable, veía decenas de videos con voracidad para escoger el ideal para el momento. Había muchas ocasiones que mis horas de sueño se veían gravemente afectadas, lo cual sabemos que es muy malo para la salud mental.

Anteriomente he dicho que los argumentos en contra de la fe no fueron suficientes para acabarla, pero bien sabemos que el peor enemigoa actual de la fe no es la propaganda atea sino la lujuria. Cuando uno tiene un fuerte vicio a las prácticas pecaminosas, se produce un malestar en la conciencia: ella te dice que esos pecados son algo de lo que debes alejarte, pero los pecados, a su vez, te dicen que la fe es un obstáculo molesto que no te deja disfrutar el placer con desenfreno. 

Tal conflicto entre la fe y la conducta hace que surjan dudas. De forma general, estas dudas son una defensa falsa, lo que buscan es justificar la conducta. El remedio obvio a esas dudas es dejar las malas conductas, pero la gravedad del apego a los vicios de la lujuria lleva a muchos a decir que la pérdida de la fe es por motivos intelectuales. No existe en el mundo ningún argumento ateo, ni siquiera el más sofisticado, que resista un examen intelectual profundo y bien hecho. Pero cuando lo que se busca es abandonar la fe para entregarse a la delicia carnal de las pasiones, todo argumento en contra de la fe se vuelve un buen pretexto para vivir la lujuria. 

Por eso, me atrevo a decir que, en la actualidad, la lujuria es la causa de la mayoría de los casos de ateísmo, y esto es de una forma aún más especial en los hombres con AMS. En siglos pasados, se intentó sin éxito extinguir la fe con persecuciones, armas y asesinatos; pero ahora los aliados del demonio han descubierto que la corrupción de la moral sexual es más efectiva. De allí la insistencia en promover las relaciones prematrimoniales, el adulterio, el divorcio, los anticonceptivos, el aborto, las relaciones sexuales invertidas, etc. 

La adicción a la pornografía homosexual, el enorme deseo de llevar las fansasías a la práctica con otros hombres, y las abundantes oportunidades de materializarlas, hicieron que mis dudas de fe crecieran enormemente. Llegué al punto donde casi perdí la fe. Lo único que me mantenía yendo a Misa los domingos y haciendo una señal de la cruz (con prisa y mal hecha) antes de dormir era la duda: si continuaba la vida viviendo como si Dios existiera, y al morir resultaba que no existe Dios, nada me pasaría, probablemente no iría al infierno; pero si comenzaba a vivir como si Dios no existiera, y al morir resultaba que sí existe, tendría que ir al infierno.

Alrededor de los 18 años, comencé a buscar desesperadamente argumentos a favor de la fe en Dios. Ya no soportaba más. Si no los encontraba, estaba a un milímetros de ser ateo. En mi búsqueda, Dios salió a mi encuentro. Los argumentos a favor de la existencia de Dios y de su presencia en la Iglesia son aplastantes, y además son tan numerosos que no voy a abordarlos ahora, pero por citar algunos ejemplos: la teoría del Big Bang fue formulada por un sacerdote católico, y lejos de ser un argumento ateo, fue el tiro de gracia contra el postulado ateo de que el universo no tuvo principio ni fue creado por Dios; también, que Dios pudo sin ningún problema haberse valido de la evolución por selección natural para crear al ser humano.

En este punto, mis dudas intelectuales estaban resueltas, pero había algo que me hacía falta: sentir la presencia de Dios. Doy gracias a nuestro Señor por haberme puesto en ese momento junto a familiares muy devotos que me fueron introduciendo a la vida de fe, y pocos meses después, me llevaron a una velada donde pude sentir a Dios. Todos invocamos al Espíritu Santo, y yo dije dentro de mí: "Señor, yo quiero creer en ti, y si de verdad existes, permíteme sentir que estás cerca". La respuesta fue instantánea, una sensación indescriptible se apoderó de mí: mi corazón estaba incontenible, temblaba de pies a cabeza y las lágrimas salían en cantidades. Sentía un gozo, a la vez, paz, amor, protección; yo sentía que era el abrazo de Dios que me decía: "hijo querido, aquí estoy, yo nunca me he alejado de ti". Realmente fue una experiencia maravillosa, ninguna otra experienca terrena es ni siquiera una centésima parte de lo que sentí ese día.

Comprendí entonces que Dios estaba cerca, y que si me había permitido alejarme y vivir mal, era para que comprendiera un poco que la vida de pecado es espantosa y que no hay nada en el mundo que pueda compararse con la promesa de Dios, de gozo eterno, para los que le aman y cumplen sus mandamientos. A pesar de mis enormes pecados, Dios no me rechazó cuando lo invoqué, sino que salió a mi encuentro. Me dio ese día una muestra pequeña de su amor infinito y me hizo saber que me quiere y quiere que no me pierda. Ojalá que todos los que me leen pudieran vivir algo similar, especialmente los que han llegado hasta aquí sintiendo que son rechazados por los demás y por Dios.

Ya estaba hecho. Después de vivir esa dicha, no podía seguir igual que antes. Me enamoré de Dios, a cada momento recordaba el bello momento que cambió mi miserable vida. Recuerdo que en los meses siguientes estuve tan bien espiritualmente que rechazaba hasta lo más mínimo de pecado, ojalá que ahora siguiera así.

Sin embargo, aún me faltaba algo: tenía más de 3 años sin confesarme. Sabía que Jesucristo dio a sus apóstoles el poder de perdonar los pecados (Jn 20, 23) y que estos a su vez habían transmitido a sus sucesores (1 Tm 4, 14), pero hay que reconocer lo que todos sabemos: confesarse da terrror y vergüenza. Yo me sentía realmente avergonzado de mis pecados, creía que al confesar al sacerdote la magnitud de mis pecados relacionados con la lujuria y la homosexualidad, él me regañaría mucho y me haría sentir de lo peor. El enemigo le quita a uno la vergüenza para cometer el pecado, pero se la devuelve para que no lo confiese.

Me decidí a confesarme, pero no de forma ordinaria. Tenía que ir a otro lado, con un padre que no fuera el de mi parroquia, que me conoce, y además tenía que ser en un confesionario donde no me vieran la cara. Encontré el lugar ideal: el Templo de Nuestra Señora de las Mercedes, en el centro tapatío. El día de mi confesión, salí de casa sin decir a nadie que iba al centro a confesarme, no fuera que el demonio me pusiera algún obstáculo para que no lograra mi propósito. 

Llegué al área de los confesionarios. Es un pasillo ancho a un lado del templo, allí hay muchos confesionarios y muchos sacerdotes confesando todos los días. Las filas son numerosas. Al entrar, me dirigí al primero de los confesionarios, para que no me vieran pasar frente a toda la gente. La fila era larga, el avance era lento y mis nervios eran muchos. Ni siquiera cuando iba al dentista sentía el terror de cuando iba al confesionario.

Después de más de media hora, se llegó mi turno. Me acerqué con las rodillas a punto de desvanecer. El padre dijo: "¡Buenas tardes! ¿Cómo te ha ido?" y entabló conmigo una muy breve conversación, lo cual me hizo sentir en confianza. - "¿Hace cuánto que no te confiesas?" - Me preguntó. "Más de 3 años", respondí yo. Entonces seguimos juntos con el "Ave María purísima" y el "Yo confieso". Comencé a contarle mis pecados tal y como lo había practicado en mi examen de conciencia, para que no se me pasara decir ninguno. Llegé a lo más vergonzoso: los pecados contra el sexto y el noveno mandamiento. El padre escuchó todo atento. Después de decirle todos mis pecados, continuó el padre. En lugar de un regaño recibí palabras de aliento; en lugar de un maltrato, recibí un consejo; en lugar de un "lárgate", recibí un "Yo te perdono tus pecados en el nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo". 

Me levanté con lágrimas en los ojos. Esa Iglesia "machista", "homofóbica", "que odia a los homosexuales", me abría sus puertas. Dios, el que allá afuera dicen que es cruel, ahora me había dicho "Yo te perdono". Es verdadero este fragmento de la Sagrada Escritura: "¿Qué Dios hay como tú, que quite la culpa y pase por alto el delito del Resto de tu heredad? No mantendrá su cólera por siempre pues se complace en el amor. Volverá a compadecerse de nosotros, pisoteará nuestras culpas. ¡Tú arrojarás al fondo del mar todos nuestros pecados!(Miqueas 7, 18-19)

Así fue que comencé a experimentar la gran misericordia de Dios. He tenido caídas después, ciertamente, "Pero él me dijo: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza»" (2 Cor 12,9) Nuestra vida es una lucha, y ante las caídas, hay que volver a Dios, pues es su Gracia y no nuestra fuerza la que nos hace triunfar.

Quisiera que todos los lectores puedan llegar a experimentar la contrición de sus pecados y el gran poder del perdón de Dios. Hay que buscarlo, con insistencia, pues él no esconde su rostro a quienes le buscan con un corazón recto. Les dejo un cálido abrazo y deseo que su vida esté llena de bendiciones.

Comentarios

  1. Palabras que llegan al alma. Dios te bendiga!

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  2. Deberias darte un tiro, de tanta estupidez que dices, maldito idiota

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  3. Un tema para tu proxima pendejez podria ser, la pederastía en la Iglesia Católica atraves de los años y como la han encubierto y la siguen encubriendo, imbecil

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  4. Oye soy homosexual y pienso como tú en muchos aspectos, es difícil encontrar gente así en este mundo plástico quiero ser tu amigo!

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  5. Gracias por tu testimonio, es de mucha bendición para todos los hombres con AMS, me he visto reflejado en algunos pasajes de tu relato.
    Conclusión: Dios todo lo puede a través de su Espíritu Santo, pero nunca te va a obligar, entonces el primer paso debe ser decidir cambiar. Abrazos y cuenta con mis oraciones por tu apostolado a través de este blog.

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  6. Dios te pague...sólo Él sabe cuanto bien haces al compartir tu testimonio. Gloria a Dios🥰

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  7. ¿Cuando el sacerdote dijo "yo te perdono"? ¿De qué te estaba perdonando? ¿Qué daño le estabas haciendo a él? ¿O qué daño le estabas haciendo a nadie?

    Me cuesta mucho imaginar a Dios como un ser que te da un cuerpo capaz de sentir y producir placer, pero luego anda siempre enfadándose si lo usas.

    Jesús fue muy clarificador sobre lo que espera de nosotros: que amemos al prójimo, que seamos buenos ente nosotros y ayudemos al que lo necesita.

    Un pecado es quedarte con el dinero de otro o ver a alguien que necesita tu ayuda y no darle compasión.

    "Porque tuve hambre y no me diste de comer". Cuando Jesús describe por qué vamos al Cielo o al Infierno habla de nuestros actos hacia las necesidades de los demás, no menciona siquiera los actos carnales.

    http://www.jba.gr/es/Porque-tuve-hambre-y-no-me-diste-de-comer-tuve-sed-y-no-me-diste-de-beber.htm

    Con una moralidad enfocada de esta manera te habrías ahorrado no sólo tantísimo sufrimiento, sino también el alejarte de Dios, ya que la sexualidad no te impide amarle a Él ni al prójimo. Tu fe no se habría tambaleado y habrías vivido en armonía.

    No es la lujuria lo que entra en contradicción con la fe. A mí lo que me cuesta creerme es un Dios que diga que me ama pero me hace sufrir porque estoy enamorado de mi mejor amigo pero me prohíbe realizar ese amor.

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